La música enmascaraba el murmullo de la conversa trivial
emanante desde cada esquina de la casa. No escuchaba mi propia voz, pero si la
del Mauro que me gritaba a ras de oreja emocionado: “¡Hermano, tení que escuchar a ese loco, full influencia ochentera!”.
En el pasillo estaba su polola, quien le hacía señas. Me dijo que lo esperara
un rato, que ya venía, así que me asomé a mirar por un enorme ventanal que
ocupaba toda la pared contigua al precipicio. Cobijaba entre mis manos un vaso de vino tinto
en un intento inútil por calentarlo un poquito, pero todo estaba helado: desde
el pestillo de la ventana corrediza, hasta la madera impregnada con restos de
copete que se adhería cual pegamento a mis zapatillas. Sin querer, pero
queriendo en realidad, algunos turbulentos pensamientos afloraron y siguieron
su curso hasta alejarme por un momento de lo que se podría decir real,
palpable: un carrete como cualquier otro. Alguien cambió el reggaetón genérico,
que por cierto ni cachaba y, tras un breve silencio, una melodía que cualquier
persona reconocería, incluso yo, fue respondida con un gesto de emoción
colectivo. ¡Hoy salgo pa’ la calle sin rumbo!, cantaron todos al unísono.
Tenía catorce años cuando salió ese tema, lo recuerdo porque la primera vez que
lo escuché fue en la casa del Nico, un amigo con gustos musicales diversos que
la puso un montón de veces mientras se vestía y arreglaba para salir. Nunca
hubo mucho rumbo en nuestros pasos, eran tardes de sábado matando el tiempo
como cualquier pendejo desesperanzado, tomando chela y conversando cosas que no
llegaban a ninguna parte. Me puse a pensar en cuantas personas habrán escuchado
esa canción en la misma época, pero en lugares diferentes, ¿significará algo
para ellos o solo será uno de los tantos temazos old school que bailaron en la flor de su juventud? Ciertamente, si
no fuera porque me recuerda al Nico, para mí pasaría inadvertida.
De repente se me acercó la Feña porque como siempre, cuando uno se pone a pensar hueás en pleno carrete, llega alguien y te interrumpe la locura.
– ¿Andai en la melancólica alcohólica? –preguntó sonriente y punzante como ella misma.
– No sé. Me gusta esta quebrá. Hay cualquier vegetación en estos tiempos, es como una selva.
– La cagó que sí, pero deben haber caleta de arañas y cosas así, ¿O no? Qué paja los bichos.
– Son parte del paisaje, no andan en la agresor, –comenté pesando que uno a veces critica las cosas sin siquiera darles una oportunidad. Además, las pobres arañas vivían ajenas al ser humano y su corrosiva presencia.
De repente se me acercó la Feña porque como siempre, cuando uno se pone a pensar hueás en pleno carrete, llega alguien y te interrumpe la locura.
– ¿Andai en la melancólica alcohólica? –preguntó sonriente y punzante como ella misma.
– No sé. Me gusta esta quebrá. Hay cualquier vegetación en estos tiempos, es como una selva.
– La cagó que sí, pero deben haber caleta de arañas y cosas así, ¿O no? Qué paja los bichos.
– Son parte del paisaje, no andan en la agresor, –comenté pesando que uno a veces critica las cosas sin siquiera darles una oportunidad. Además, las pobres arañas vivían ajenas al ser humano y su corrosiva presencia.
– Ven po’, vamos a bailar, – ¡Hoy
una gatita me llevaré!, gritaban todos.
– Yo no bailo. – Volví a mirar por la ventana intentando retomar aquello a lo que me estaba acercando: esas aventuras juveniles, la canción, la casa del Nico, Niclops como le decía bizarreando su inmutable nombre. Ojalá que a nadie se le ocurra cambiarla, pensaba.
– Erís raro. Raro y fome. Ya po’ ¿Y si yo soy tu gatita?
– ¿Qué? ¿Por qué? –pregunté evadiendo el coqueteo.
– No sé, como que querí ser invisible. – La miré con expresión de paja. –Cáchate po’, ahí todo callao mirando por la ventana, no bailas, no me sigues el juego, más encima de negro. Parecí una sombra. Ya, dame vino mejor, qué el mío se me perdió.
– Yo no bailo. – Volví a mirar por la ventana intentando retomar aquello a lo que me estaba acercando: esas aventuras juveniles, la canción, la casa del Nico, Niclops como le decía bizarreando su inmutable nombre. Ojalá que a nadie se le ocurra cambiarla, pensaba.
– Erís raro. Raro y fome. Ya po’ ¿Y si yo soy tu gatita?
– ¿Qué? ¿Por qué? –pregunté evadiendo el coqueteo.
– No sé, como que querí ser invisible. – La miré con expresión de paja. –Cáchate po’, ahí todo callao mirando por la ventana, no bailas, no me sigues el juego, más encima de negro. Parecí una sombra. Ya, dame vino mejor, qué el mío se me perdió.
¿Qué tenía en contra de mi sombría apariencia? ¿A caso yo le decía algo por su
pinta? Claramente no, para qué iba a cuestionarla. Cada uno anda vestido como
se le antoja y si quería ser invisible ¿qué tanto?, a fin de cuentas, no lo era
para ella. Le serví un poco de vino de mi vaso, porque tampoco encontraba la
botella. Se fue a bailar con un tipo bastante encachado, justo cuando alguien
cambió la canción. A veces pienso que a nadie le interesa la música que le muestran,
sino la que puede mostrar, como si implícitamente existiera una batalla de
egos, una guerra fría musical o algo así. En fin, la melodía se había apoderado
de mi mente y podía retenerla un rato más mientras observaba impávido como la
neblina se avecinaba y, a paso lento, cubría los edificios de la costa con su manto
de humedad y misticismo. De pronto recordé las muchas veces que miré este cerro
desde abajo, imaginando estar en alguna de estas casas rodeado de gente
extraña. Casi podía distinguir mi rostro a través de las ventanas viéndome a mí
mismo desde las alturas. “Y aquí estoy”,
pensé, sintiéndome tan pequeño como las arañas que tejen sus nidos entre las
malezas de las quebradas. ¿Qué posibilidad había de que todo esto ocurriera? ¿Cómo
llegué a topar mi existencia con la de seres tan lejanos? Me fui en pálida, la
real pálida, pero una breve y contundente brisa me caló en la espalda y me
obligó a despabilar. La puerta estaba abierta de par en par mientras una
montonera de gente entraba, entre todos ellos, la Gabi. No la veía casi nunca,
pero siempre era un agrado que llegara o encontrármela de vez en cuando por
alguno de los laberintos de Valpo. De pronto una pregunta paranoica casi
prefabricada, quizás parte de una canción que no recuerdo, se desprendió de mi
boca y atravesó mis sienes: “¿Será que inconscientemente conspiramos para
que eventos improbables se terminen cumpliendo?”. Abrumado por una
interrogante tan densa como innecesaria, salí de la casa saludando rápidamente
a la Gabi sin siquiera detenerme a gozar de su presencia. Subí de a dos
peldaños por una serpenteante y angosta escalera hasta llegar a la reja. Caminé
hacia la esquina del pasaje dejándome caer en la cuneta, mientras el cableado
urbano teñía con sus cálidas luces cada parte de mi ser. La ciudad se
transformaba de noche y yo me permitía caer en los delirios de aquella
invisible metamorfosis. “Algunas personas se atreven, otras pasan piola;
algunas traicionan y otras sonríen”, le comenté a una chica alguna vez,
cuando me preguntó por qué me intrigaba tanto la fauna nocturna mientras caminábamos
por Viña. De seguro ni se acuerda, mejor que no. ¿Cuánto tiempo había pasado
desde esa vez? Siento que estaba en una película. De ser así, filo con el guion,
solo conservo los encuadres asimétricos y el formato sepia de un filme
setentero, como en “Julio comienza en julio”. Quizás es solo una simple
asimilación con la árida escena en la que me encontraba, ya que la primera vez
que vi esa película también estaba solo, como ahora. Rodeado de gente y solo,
vacío, con las orejas tapadas y la vista borrosa, queriendo puro irme a la
chucha. ¿Por qué no le metí conversa a la Gabi? Quizás así no pensaría tantas
hueás. “Tonteras, tonteras, tonteras, mi vida está llena de tonteras”,
dice la canción. ¿Cuándo escuché esa? ¿También fue con el Nico? Ni cagando, era
más viejo. Ah, ya me acordé, pero no quería acordarme. “Uno es más feliz
cuando de menos weas se acuerda”, decía un rayado en el baño del Cureptano
y puta que tenía razón, pero alguien una vez me dijo que recordar es vivir,
entonces ¿A quién le creo? “A nadie po’ hueón, a nadie tení que creerle
ninguna hueá. Tení que creer lo que tú veí, nada más”, me decía mi papá. ¿Y qué veía? Solo luces. Otra vez las luces de la ciudad, robándose mi
intriga, mi sueño, mi alma. Llevándome por rumbos secretos hasta esos lugares donde
alguna vez miré el cielo en busca de respuestas, ¿Coquimbo? ¿Puerto Montt? ¿Ese
cerro de Villa Alemana? Da igual. Hay tantos lugares donde sentirnos efímeros y
pequeños. Hay tantas historias que ocurren al mismo tiempo y tantas vidas de
las cuales nunca seremos parte. Pero a quién le importa.
A lo lejos, escuché unos pasos arrastrados y torpes. Restregué mis ojos un poco cegado por las luces y logré distinguir a la Feña.
– ¿Hueón qué onda? ¿Qué te pasó? –preguntó sentándose a mi lado.
– No sé, me puse a pensar hueás. Siento que me estoy volviendo loco.
– ¿Puedo acompañarte? Ya poh’, un ratito. –Bueno, pero un ratito no más, le dije acercando su cabeza a mi hombro. –Que te late fuerte el corazón oye, anda al doctor.
Sí que me latía fuerte, tan fuerte como el viento de Valparaíso, de ese que te aprieta el culo de lo salvaje y helado. Y salvaje me empecé a sentir, tanto que cuando la Feña me dio unos besitos en la mejilla y preguntó si quería que nos fuéramos a un lugar más piola ni lo dudé. La agarré del brazo y bajamos el cerro a toda raja por una calle en noventa grados, rogando para mis adentros que ninguno se arrepintiera. Con la vena a punto de estallar, caminando entre callejones y escaleras, el óxido de las barandas aromatizaba mis manos y yo solo podía pensar en lo miedoso que es uno cuando por fin sale de la jaula, en que tanta libertad asusta y es fácil querer volver a enjaularse. “¿Y si lo dejamos para otro día?”, quise decirle. Pero toda la maraña de pensamientos (auto) represivos se esfumaron cuando la Feña me corrió una paja en la micro. Llegamos a su casa y sin siquiera prender la luz nos sacamos la ropa. Allí estaba otra vez esa escena casi irreal, como de película: dos cuerpos desnudos haciendo lo suyo, pegoteados por el sudor y las babas; las luces de los postes penetrando por el visillo de la ventana, derramando un poco de visibilidad en nuestras caras; y por otro lado música, música con voz, sin voz, música conocida o no, que importaba. Por un instante tuve la extraña sensación de que nada estaba ocurriendo en realidad, pero decidí ignorarme, aunque fuera un rato.
A lo lejos, escuché unos pasos arrastrados y torpes. Restregué mis ojos un poco cegado por las luces y logré distinguir a la Feña.
– ¿Hueón qué onda? ¿Qué te pasó? –preguntó sentándose a mi lado.
– No sé, me puse a pensar hueás. Siento que me estoy volviendo loco.
– ¿Puedo acompañarte? Ya poh’, un ratito. –Bueno, pero un ratito no más, le dije acercando su cabeza a mi hombro. –Que te late fuerte el corazón oye, anda al doctor.
Sí que me latía fuerte, tan fuerte como el viento de Valparaíso, de ese que te aprieta el culo de lo salvaje y helado. Y salvaje me empecé a sentir, tanto que cuando la Feña me dio unos besitos en la mejilla y preguntó si quería que nos fuéramos a un lugar más piola ni lo dudé. La agarré del brazo y bajamos el cerro a toda raja por una calle en noventa grados, rogando para mis adentros que ninguno se arrepintiera. Con la vena a punto de estallar, caminando entre callejones y escaleras, el óxido de las barandas aromatizaba mis manos y yo solo podía pensar en lo miedoso que es uno cuando por fin sale de la jaula, en que tanta libertad asusta y es fácil querer volver a enjaularse. “¿Y si lo dejamos para otro día?”, quise decirle. Pero toda la maraña de pensamientos (auto) represivos se esfumaron cuando la Feña me corrió una paja en la micro. Llegamos a su casa y sin siquiera prender la luz nos sacamos la ropa. Allí estaba otra vez esa escena casi irreal, como de película: dos cuerpos desnudos haciendo lo suyo, pegoteados por el sudor y las babas; las luces de los postes penetrando por el visillo de la ventana, derramando un poco de visibilidad en nuestras caras; y por otro lado música, música con voz, sin voz, música conocida o no, que importaba. Por un instante tuve la extraña sensación de que nada estaba ocurriendo en realidad, pero decidí ignorarme, aunque fuera un rato.